La idea de que no existe el libre albedrío genera mucho rechazo. Nadie quiere reconocer que no tiene ningún control sobre su vida1 y muchas religiones tienen el libre albedrío como elemento central de su mitología2. No es sorprendente pues que haya mucha gente que defiende que somos agentes libres. Por ejemplo, recientemente se está argumentando en contra del experimento de Libet mencionado en el post anterior. Aparte, hay muchas corrientes de pensamiento defendiendo el libre albedrío. Sin ser exhaustivo, éstas son algunas de las principales, acompañadas de mi crítica a sus argumentos.
Por un lado tenemos a los cuánticos. Eminentes científicos como Roger Penrose, Rupert Sheldrake o John Eccles afirman que el cerebro tiene componentes (e.g. microtúbulos) con comportamiento cuántico y que el libre albedrío puede esconderse ahí. La crítica aquí es sencilla. Por un lado, el consenso científico actual es que no existe ningún componente del sistema nervioso que muestre un “comportamiento cuántico”. Por otro lado, ¿cómo puede ser el azar el sustento del libre albedrío? ¿Cómo puede haber un agente que “elige” si todo es determinismo con unas infinitesimales trazas de azar?
Por otro lado, tenemos a los emergentistas como Mario Bunge. Para ellos, la conciencia, el libre albedrío, y otras muchas propiedades del mundo “emergen” de los niveles inferiores (neurología, biología, química, física). Podríamos aceptar este emergentismo si fuera epistemológico (el azar del lanzamiento de una moneda es epistemológico, pero ontológicamente, es un evento determinista), y de hecho, para muchos lo es. Pero para Bunge, el libre albedrío es una propiedad que no se encuentra en los componentes inferiores. Esta postura peca de un apriorismo: NO querer definir el libre albedrío en términos más simples y por tanto, negar que sea posible. Una actitud de negacionismo holista3, maravillada por lo mágica que es la libertad4.
Finalmente, tenemos a los compatibilistas. Estos no niegan que el universo sea determinista, pero dicen que esto no es incompatible con el libre albedrío. Básicamente lo que hacen es jugar al fútbol moviendo la portería de sitio. Cambian la definición de qué es el libre albedrío y hacen carambolas dialécticas para salvar la cara y decir que el libre albedrío existe. Afirman que los humanos somos libres porque tomamos decisiones en función de nuestras motivaciones. Y, citando a Schopenhauer, “el hombre puede hacer lo que quiera, pero no puede querer lo que quiera”. El problema es que esto es un libre albedrío epistemológico, y no ontológico. Si programamos un robot con unas motivaciones que le lleven a limpiar nuestra casa, para los compatibilistas, el robot sería libre. Aunque dudo que lo reconocieran.
Por todo esto, la defensa del libre albedrío no parece ser tan firme como debería de ser, siendo un elemento clave de nuestra cultura. Pero si la libertad es sólo una ilusión, ¿dónde queda la responsabilidad? Lo veremos en el próximo post.
Este es el cuarto post en la serie El libre albedrío. Posts anteriores:
Libertad y diccionarios circulares. El libre albedrío I
Ontología, epistemología, determinismo y otras palabras largas. El libre albedrío II
La ilusión del libre albedrío. El libre albedrío III
Y de hecho, los locus de control externo pueden derivar en depresión.
Al mismo tiempo que afirman que su Dios es omnisciente. Pero bueno, este es otro cantar.
Una analogía de por qué este argumento no es válido podría ser la temperatura. Bunge podría decir que los cuerpos tienen temperatura, y que ésta es una propiedad emergente de la materia que no se encuentra en sus componentes, los átomos, ya que no se puede decir que un átomo esté a 35 grados. El problema está en negarse a definir la temperatura de manera científica. La temperatura ES la cantidad de movimiento que tienen las moléculas que componen una sustancia. El número que nos indica el termómetro sólo es una aproximación de esta cantidad de movimiento con respecto a una referencia (el agua, al congelarse y al convertirse en vapor). Por tanto, la temperatura sólo es una propiedad emergente no reducible a sus componentes si nos negamos a definirla científicamente.